General Motors, la misma multinacional que en 2014 rogó de
rodillas un crédito al Estado nacional para mantener su
operación en el país, clavó la bandera de la meritoracia en el nervio
de la escena pública, y levantó polvoreda. Fue un revulsivo potente,
que inflamó el humor de un sector de la sociedad que asiste aturdida a
fuertes retrocesos sociales. Pero al mismo tiempo, la potencia del
mensaje se amplifica porque parece sintonizar con la banda de sonido
de la época, y que encuentra mayor eco en las “minorías selectas”
que bendice el
comercial. El zeitgest de la nueva era
postkirchenrista es el mérito, una suerte de pasaporte al éxito basado en el
esfuerzo individual, donde nadie tiene derecho a tener más de lo que merece. El mercado siempre tiene oportunidades para aquel que sabe esforzarse: el famoso self made man. Esta lectura parcial desdeña que el “éxito” o la “salvación” no se construye
sobre el vacío sino sobre una cancha inclinada donde algunos patean con el arco libre
mientras que otros (la mayoría) no les queda otra que colgarse del
travesaño para resistir los ataques del equipo de elite.
Parece una obviedad tener que aclararlo, pero hay muchos que siguen pensando en clave “revolución de la alegría”, imaginando una línea de largada donde todos tienen las mismas posibilidades de triunfo, y que lo único que separa a alguien de ese umbral de felicidad es la confianza en sí mismo. “Si no se puede ser rico por fuera, sé rico por dentro y en algún momento la vida te recompensará”, es el mensaje edulcorado que los gurúes del marketing espiritual del gobierno predican como un mantra, mientras que afuera la realidad social estalla. Ojos que no ven…
Hombres blancos y esbeltos, trajeados de oficina, relojes premium, mujeres con anteojos de Palermo comiendo sushi, aeropuertos, edificios de cristal y “runners” de Puerto Madero sintetizan un escenografía estilizada que exalta el lujo y que borra al sujeto plebeyo, lo barre debajo de la alfombra. Por si a alguno le quedaban dudas el spot te lo dice brutalmente: “El meritócrata sabe que pertenece a una minoría que no para de avanzar”.
Si nos pusiéramos a hilar fino, la frase que se desprende, por simple oposición, es: “El que no cree en el mérito individual sabe que pertenece a una mayoría que no para de retroceder”. Pero eso -claro está- es lo que no puede ser dicho. Lo real, lo que se palpa en el cotidiano, queda afuera del recorte. Lo que persiste es el mito
aspiracional, la fórmula ganadora que el votante de Cambiemos depositó en la urna después de una década larga de conquistas naturalizadas como normalidad.
El meritócrata sabe que para ser "minoría selecta", por simple lógica, tiene que ganarle de mano al otro. El resultado es la ley de la selva o del más fuerte: ver al otro como aquel que me quiere arrebatar mi merecido lugar o el que tiene lo que yo debería tener. Una invitación a pisar cabezas, la gran picadora de carne del capitalismo salvaje.
A diferencia del liberalismo, que plantea la utopía aspiracional y la libre competencia entre los individuos, la movilidad social ascendente del populismo hace que casi todos suban un escalón, o tal vez dos, o tres en el mejor de los casos, pero opera sobre la base de lo real. No tiene en su catálogo la promesa imposible de "Pobreza Cero". La magia del liberalismo consiste en ser capaz de inocular en el inconsciente de un ciudadano promedio la fantasía de que en base al esfuerzo va a alcanzar una situación tan radicalmente mejor que quizás, dentro de mucho tiempo y en alguna lejana galaxia, pueda abrir una cuenta offshore igual que Macri. O que la pobreza va a ser cero al cabo de uno o dos mandatos. La operación del pensamiento liberal se completa cuando logra convencer al ciudadano de que, para que la felicidad en algún momento le derrame, es necesario que esté dispuesto a sacrificar su economía. Traducido: que para "ser alguien" en el futuro tiene que convivir con la carencia del presente. Cuando el mensaje es exitoso y el ciudadano asume ese razonamiento como propio, la víctima se muerde la cola justificando a su verdugo.
Un ejemplo concreto. La meritocracia es enemiga del subsidio. El ministro de Energía, Juan José Aranguren, sugirió -con la frialdad del tecnócrata- que aquel que no pueda pagar, que no consuma. El que no
pueda pagar las tarifas, que viva sin luz, sin gas, sin energía, hasta que algún buen día, tal vez, el esfuerzo lo haga merecedor de una vida mejor. Y si no puede salir adelante, nada de rezongo ni de tirar la
pelota afuera. Nada de hablar de la desigual distribución de oportunidades en origen. La carencia de optimismo, de confianza en uno mismo, es la fuente de todos los pesares.
La meritocracia se cuela también en el orden de la macroeconomía. El argumento es que los ciudadanos tienen que resignar capacidad de consumo, contraer deuda pública por varias generaciones e inclusive tolerar una tasa de desempleo más alto con tal de alentar la llegada futura de inversiones extranjeras, donde radicaría la solución a los problemas argentinos. Aguantar los embates sin protestar es hacer letra para que en un determinado momento
(segundo semestre, dos o tres años) alguien de afuera se digne a aparecer con su varita mágica a poner las cosas en su lugar.
El "sálvese quien pueda" trae aparejado la disminución del Estado. El Estado no tiene que inmiscuirse, no tiene que emparejar ni equilibrar la cancha: tiene que dejar que cual uno ocupe el lugar que le corresponde por orden natural. La cuestión es que de extremarse esa ideología antiestatista, por caso, muchos jóvenes de origen humilde quedarían de entrada fuera del sistema universitario. Por ejemplo el ingreso restringido obligaría a muchos jóvenes a pagarse clases de apoyo, algo imposible en su horizonte de posibilidades. Si no existieran las becas de estudio financiadas por el Estado, muchos estudiantes quedarían en el camino. Ni hablar si se aplicara una política de arancelamiento. La presencia del Estado es fundamental para nivelar y reducir la brecha en el acceso.
En síntesis, lo que aparece como rasgo de época, y que la publicidad de Chevrolet retrata de la manera más cruda y sincera, es el desplazamiento del paradigma de los derechos colectivos hacia la idea del mérito individual. Se sanciona el "exceso" de los dispositivos igualadores del Estado mientras se abre paso al culto al individualismo. La emergencia de esta pieza publicitaria no es un hecho fortuito de la historia: se inserta en un contexto político en el que el presidente te invita a abrigarte en tu casa después de eliminar subsidios, en el que se reponen los exámenes de ingreso en universidades públicas con el favor de jueces amigos, y se restauran los aplazos en el sistema de calificación de las escuelas primarias bonaerenses.
Parece una obviedad tener que aclararlo, pero hay muchos que siguen pensando en clave “revolución de la alegría”, imaginando una línea de largada donde todos tienen las mismas posibilidades de triunfo, y que lo único que separa a alguien de ese umbral de felicidad es la confianza en sí mismo. “Si no se puede ser rico por fuera, sé rico por dentro y en algún momento la vida te recompensará”, es el mensaje edulcorado que los gurúes del marketing espiritual del gobierno predican como un mantra, mientras que afuera la realidad social estalla. Ojos que no ven…
Hombres blancos y esbeltos, trajeados de oficina, relojes premium, mujeres con anteojos de Palermo comiendo sushi, aeropuertos, edificios de cristal y “runners” de Puerto Madero sintetizan un escenografía estilizada que exalta el lujo y que borra al sujeto plebeyo, lo barre debajo de la alfombra. Por si a alguno le quedaban dudas el spot te lo dice brutalmente: “El meritócrata sabe que pertenece a una minoría que no para de avanzar”.
Si nos pusiéramos a hilar fino, la frase que se desprende, por simple oposición, es: “El que no cree en el mérito individual sabe que pertenece a una mayoría que no para de retroceder”. Pero eso -claro está- es lo que no puede ser dicho. Lo real, lo que se palpa en el cotidiano, queda afuera del recorte. Lo que persiste es el mito
aspiracional, la fórmula ganadora que el votante de Cambiemos depositó en la urna después de una década larga de conquistas naturalizadas como normalidad.
El meritócrata sabe que para ser "minoría selecta", por simple lógica, tiene que ganarle de mano al otro. El resultado es la ley de la selva o del más fuerte: ver al otro como aquel que me quiere arrebatar mi merecido lugar o el que tiene lo que yo debería tener. Una invitación a pisar cabezas, la gran picadora de carne del capitalismo salvaje.
A diferencia del liberalismo, que plantea la utopía aspiracional y la libre competencia entre los individuos, la movilidad social ascendente del populismo hace que casi todos suban un escalón, o tal vez dos, o tres en el mejor de los casos, pero opera sobre la base de lo real. No tiene en su catálogo la promesa imposible de "Pobreza Cero". La magia del liberalismo consiste en ser capaz de inocular en el inconsciente de un ciudadano promedio la fantasía de que en base al esfuerzo va a alcanzar una situación tan radicalmente mejor que quizás, dentro de mucho tiempo y en alguna lejana galaxia, pueda abrir una cuenta offshore igual que Macri. O que la pobreza va a ser cero al cabo de uno o dos mandatos. La operación del pensamiento liberal se completa cuando logra convencer al ciudadano de que, para que la felicidad en algún momento le derrame, es necesario que esté dispuesto a sacrificar su economía. Traducido: que para "ser alguien" en el futuro tiene que convivir con la carencia del presente. Cuando el mensaje es exitoso y el ciudadano asume ese razonamiento como propio, la víctima se muerde la cola justificando a su verdugo.
Un ejemplo concreto. La meritocracia es enemiga del subsidio. El ministro de Energía, Juan José Aranguren, sugirió -con la frialdad del tecnócrata- que aquel que no pueda pagar, que no consuma. El que no
pueda pagar las tarifas, que viva sin luz, sin gas, sin energía, hasta que algún buen día, tal vez, el esfuerzo lo haga merecedor de una vida mejor. Y si no puede salir adelante, nada de rezongo ni de tirar la
pelota afuera. Nada de hablar de la desigual distribución de oportunidades en origen. La carencia de optimismo, de confianza en uno mismo, es la fuente de todos los pesares.
La meritocracia se cuela también en el orden de la macroeconomía. El argumento es que los ciudadanos tienen que resignar capacidad de consumo, contraer deuda pública por varias generaciones e inclusive tolerar una tasa de desempleo más alto con tal de alentar la llegada futura de inversiones extranjeras, donde radicaría la solución a los problemas argentinos. Aguantar los embates sin protestar es hacer letra para que en un determinado momento
(segundo semestre, dos o tres años) alguien de afuera se digne a aparecer con su varita mágica a poner las cosas en su lugar.
El "sálvese quien pueda" trae aparejado la disminución del Estado. El Estado no tiene que inmiscuirse, no tiene que emparejar ni equilibrar la cancha: tiene que dejar que cual uno ocupe el lugar que le corresponde por orden natural. La cuestión es que de extremarse esa ideología antiestatista, por caso, muchos jóvenes de origen humilde quedarían de entrada fuera del sistema universitario. Por ejemplo el ingreso restringido obligaría a muchos jóvenes a pagarse clases de apoyo, algo imposible en su horizonte de posibilidades. Si no existieran las becas de estudio financiadas por el Estado, muchos estudiantes quedarían en el camino. Ni hablar si se aplicara una política de arancelamiento. La presencia del Estado es fundamental para nivelar y reducir la brecha en el acceso.
En síntesis, lo que aparece como rasgo de época, y que la publicidad de Chevrolet retrata de la manera más cruda y sincera, es el desplazamiento del paradigma de los derechos colectivos hacia la idea del mérito individual. Se sanciona el "exceso" de los dispositivos igualadores del Estado mientras se abre paso al culto al individualismo. La emergencia de esta pieza publicitaria no es un hecho fortuito de la historia: se inserta en un contexto político en el que el presidente te invita a abrigarte en tu casa después de eliminar subsidios, en el que se reponen los exámenes de ingreso en universidades públicas con el favor de jueces amigos, y se restauran los aplazos en el sistema de calificación de las escuelas primarias bonaerenses.
La meritocracia avanza a pasos agigantados en una sociedad embriagada
por los cantos de sirena de un gobierno que reduce el
Estado a su mínima expresión. Y esto sucede en detrimento de las
mayorías que necesitan
del contrapeso igualador del Estado para subsistir en una sociedad cada día más desigual, donde las corporaciones tienen piedra libre para fagocitar lo que encuentren en su camino. Con la mejor cara de póker, la meritocracia te desafía a ser mejor por vos mismo, sin ayuda de nadie, pero no te muestra la mano. No te dice cuál es su apuesta. No te dice, en definitiva, que en honor a la ley del más apto, te va a quitar el subsidio a las tarifas, que te va a encarecer la comida o que va a restringir tu acceso a la universidad.
del contrapeso igualador del Estado para subsistir en una sociedad cada día más desigual, donde las corporaciones tienen piedra libre para fagocitar lo que encuentren en su camino. Con la mejor cara de póker, la meritocracia te desafía a ser mejor por vos mismo, sin ayuda de nadie, pero no te muestra la mano. No te dice cuál es su apuesta. No te dice, en definitiva, que en honor a la ley del más apto, te va a quitar el subsidio a las tarifas, que te va a encarecer la comida o que va a restringir tu acceso a la universidad.
Con todo, el gobierno, que hasta acá carecía de un relato integral más allá de retazos rescatados de otras experiencias neoliberales, encontró en el comercial de Chevrolet la trama narrativa que sintetiza perfectamente su singularidad histórica. El gran problema que tiene la meritocracia es que no "sincera" que detrás del "sàlvese quién pueda", de los globos de colores y de las parodias de consenso hay una realidad material que cruje. La meritocracia ensancha la grieta.